Comparto un regalo que me han hecho... una lectura breve para antes de acostarse! Y para que aprendamos a reconocer las ironías del destino sin permitir que se nos haga tarde para cumplir nuestros sueños...
El colombre
"Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán
de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
—Cuando sea mayor —dijo—, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré
barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
—Dios te bendiga, hijo mío —respondió su padre. Y como justamente aquel día su
carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había
subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del
aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban
todo.
Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a
observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos
doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella
cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza,
tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes
voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
—Stefano, ¿qué haces ahí plantado? —le preguntó al verlo finalmente en la popa,
de pie, absorto en las olas.
—Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero
no alcanzó a ver nada.
—Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela —dijo—, y que nos sigue.
—A pesar de mis cuarenta años —dijo su padre—, creo tener todavía buena vista.
Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí
donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
—¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
—Ojalá no te hubiera escuchado —exclamó el capitán—. Ahora temo por ti. Eso
que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el
pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un
escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca
nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida
entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si
no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
—¿Y no es una leyenda?
—No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en
seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin
cesar, esos dientes espantosos... Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te
ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora
mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún
motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que
resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el
pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir
sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última
punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba
el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano
alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas:
era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho
del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante
centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente,
Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones
de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue
apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque
en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara
su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría
renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o
trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con
lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra,
como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se
convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría
despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de
kilómetros lo separaban del colombre. Y, sin embargo, sabía que más allá de las
montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y
que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el
espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del
destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho
y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de
la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió
su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las
amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su
vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un
espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de
desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún
mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años
cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y
comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien
Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su
decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la
ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las
fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y
de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella
era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse
de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
—¿No ven nada por allí? —preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros
señalando la estela.
—No, no vemos nada. ¿Por qué?
—No sé. Me parecía...
—¿No habrás visto por casualidad un colombre? —decían ellos entre risas al
tiempo que tocaban madera.
—¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
—Porque el colombre es un bicho que no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta
nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien
multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y
peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su
padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único
propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar
un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los
éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y
nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender
negocios distintos.
Navegar, navegar, ése era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto
después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que
allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un
impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y
ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no
dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su
existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para
escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una
vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde
había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien
tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se
lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba
turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin
cesar inútilmente.
—Me ha seguido de un confín a otro del mundo —dijo— con una fidelidad que ni
el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora,
estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un
arpón, partió.
—Ahora voy a su encuentro —anunció—. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé
con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron
desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el
cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre
emergió al lado de la barca.
—Aquí me tienes por fin —dijo Stefano—. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
—Ah —se quejó con voz suplicante el colombre—, qué largo camino hasta
encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y
tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
—¿Por qué? —dijo Stefano picado en su orgullo.
—Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El
único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado.
Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder,
amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
—Ay de mí —dijo meneando tristemente la cabeza—. Qué horrible malentendido.
Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
—Adiós, hombre infeliz —respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas
negras para siempre.
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera.
Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el
bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados,
sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente
raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también
el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los
naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe."
... que no sea ya demasiado tarde!
Ain't no Mountain High Enough, maravillosa versión de Marvin Gaye que nos desarma fronteras y barreras...
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